Sé razón infinita de tu vibración íntima,
cúmplela del todo esta única vez,
y no olvides que también la nada existe.
R.M.Rilke, Sonetos a Orfeo, 1923.
Escribir como destrucción de lo que se ha escrito, para que surja aquello que se quiere decir.
Este texto nace de la destrucción de otro texto. Sin embargo se destruye algo más que eso. El cuerpo está implicado aquí —y también su destrucción. Destrucción no obstante constructiva, como la de un fuego que arrasa dejando unas pequeñas esquirlas como simientes con la que se construirá otro texto —¿y no es eso vivir?—.
Ahí hay algo valioso.
Lo que sobrevivió al fuego.
Lo que ni la muerte podrá matar.
Llega un momento en la vida de un escritor en el que ya no puede seguir siendo portavoz de otros. Hay algo que quiere salir de uno, algo que va más allá de las propias fuerzas, como un río que crece, le inunda y... No. Ya no le sirven más aquellas voces que, como guías, le permitían escribir dentro de los márgenes de un supuesto nosotros. Esa escritura correcta e inofensiva, que se mueve en círculos a intramuros de la ciudadela de la academia, si no se alza en leve vuelo a ras de lo ya-dicho. No, eso se lo dejo a los académicos. A cada uno, lo suyo.
Es este un momento crítico, el del exilio de la tierra firme de nuestras certidumbres —pero, ¿las de quién, realmente?
Esta transgresión de los márgenes hacia la primera persona del singular, este escribir en nombre propio con todas sus consecuencias quizás forme parte de lo que supone devenir autor: ser recipiente y voz de un río que pasa por su cuerpo, el saber que nace de ese encuentro. El nombre propio… Pero, ¿qué dice el nombre? Acaso, una vibración que fulgura en la noche, la intensidad de una mirada que se pierde en la bruma del horizonte, un roce en el aire que le incita a bailar… Nada más.
Lo que me ha (a)traído de nuevo hasta aquí es un tema que lleva un tiempo fraguándose en mí a raíz de las reflexiones en torno a la poesía y el lenguaje; el de la necesidad de construir una lengua propia. Y precisamente esta necesidad y esta falta (1) se hicieron patentes en el transcurso de su escritura. Aquel primer texto —lo puedo ver ahora sumergido bajo la superficie de éste junto a otros tantos— que marcó un punto de inflexión entre-dos escrituras, me interpelaba con una pregunta: ¿en qué lengua escribes?, decía —esto es, ¿a quién sirves?—. Lo que bastó para trastocar el lenguaje haciendo que me replanteara la cuestión de sus raíces y, por ende, las de su autora.
El texto rebasa los límites de la escritura y deviene cuerpo.
No, Spinoza, nadie sabe lo que puede un texto; ni qué muros abrirá, ni qué pueblos creará... Mejor así.
La lengua común es la establecida al servicio de un supuesto sentido y corre a ciegas en pos de la verdad; el lenguaje de las identidades y las certezas que toma las palabras en su literalidad y las condena a un uso concreto, siendo susceptible de todo tipo de manipulaciones (2). Pero, ¿dónde queda el sujeto? Sujeto, eso sí, a la normatividad impuesta a través del lenguaje (3).
La verdad no ¡el aire!
Para abrir a
g
u
j
e
r
o
s
por los que introducir
la cabeza y mirar
hacia otro lado. (4)
Pero esta lengua está lejos de uno. Es de todos y de nadie.
Habla de no desde.
Para hablar desde uno sería preciso que la lengua atravesara el propio cuerpo, haciéndose con las fisuras que le son propias, sus huecos, sus sinuosidades y lo traduzca (5) a una nueva lengua, más parecida al balbuceo del poeta y del místico que no alcanza a decir, que duda, que tiembla y se exalta, en este extrañamiento de sí y del mundo que le rodea.
Si viniera,
si viniera un hombre,
si viniera un hombre al mundo, hoy, con
la barba de luz de
los patriarcas: debería
si hablara de este
tiempo,
debería
tan sólo balbucir y balbucir,
continua-, continua-,
mentemente.
(Pallaksch, pallaksch) (6)
Una lengua propia que acoja al extranjero que es uno para sí mismo; una lengua de la hospitalidad en la que se devenga anfitrión y huésped al mismo tiempo; una lengua que no pase por encima de uno sino que trace puentes entre sus partes falladas y desde ahí invente maneras de desplegarse —tanto como sea capaz de imaginar—, en ese decir(se) que le es propio, hacia su Deseo.
Aquí propongo una lengua en la que poder reconocerse y, a través de la cual podamos acoger a otros; una pequeña rebelión del lenguaje contra todas las tiranías.
Epílogo
Creo que, bajo este texto, no hay uno sino muchos textos-cuerpos que le han precedido, hasta llegar, quizás, al primero, a la primera enunciación de mi existencia. Entonces escribir sería reescribir y, vivir, como consecuencia, una reformulación de lo ya-vivido para abrir nuevos caminos y crear otras formas más propias de con-vivencia.
Notas
(1) Il faut, en francés, significa hay que, pero también faltar. Aunque, la falta se dice en su lengua original, le manque.
(2) Nietzsche aborda de forma genial esta cuestión del lenguaje y su (in)adecuación a la realidad en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
(3) Cuestión planteada por Foucault y desarrollada por Judith Butler en su magnífico trabajo Mecanismos psíquicos del poder.
(4) Poema de la grandísima poeta belga-española Chantal Maillard, de su libro La herida en la lengua.
(5) Ninguna lengua es lengua materna. Crear versos significa traducir. Esta reflexión tan genial como ella de la poeta Marina Tsvietaieva en una carta a Rilke de 1926 me hizo plantearme más a fondo la cuestión de la lengua. Pertenece al libro Cartas del verano de 1926.
(6) No podía faltar aquí esta conjunción entre la palabra con que Hölderlin al final de su vida decía tanto sí como no y el autor que más fecundamente ha ahondado en esta cuestión de la imposibilidad del decir a través de su poesía como es Paul Celan. Es parte del poema Tubinga, enero (1961), donde he combinado dos traducciones, ya que ninguna se ajustaba.
Todas las fotos son de autoría propia, realizadas en Normandía en septiembre del 2022.