lunes, 19 de agosto de 2024

El lenguaje de los árboles: huellas de una canción

Es el amor a la Luz lo que mueve al árbol a hundir sus raíces en lo desconocido; por amor a eso que sabe es su alimento atraviesa la más densa oscuridad. (Pieza sonora ambiental)

Se requiere una buena dosis de coraje para decirle SÍ a esta gran aventura de la vida, a esta continua transformación en la que para avanzar es preciso dejar atrás la comodidad de la semilla y todo lo que una vez conoció. Sin embargo, hay en él una confianza ciega que le impulsa, pues SABE —en lo más íntimo de su ser— adónde se dirige; sabe que al final de esa larga oscuridad su luz se fusionará con la Luz; su individualidad, con la Infinitud.

Encontrar al otro en tarde rosa, Tomás Sánchez, 2021.

Así pues, avanza, y cada vez que hunde un poco más sus raíces en la profundidad de la Tierra — su propia tierra— renueva su SÍ a la Vida. Sí, aunque nadie más que él vea lo que él vio —la visión que le precedió; sí, a pesar de las historias que escuchó en la superficie, esas que hacen ruido y ha de acallar, con las que el miedo se propaló desde tiempos inmemoriales sumiendo al planeta en ciclos y ciclos de locura y destrucción.

Pero ya es tiempo, dicen los árboles. Ya es tiempo, dicen las plantas y los ríos y las aves; todos los reinos que habitan la Tierra… Y el universo entero. ¿Lo escuchas?
Ellos lo saben.
Te lo recuerdan a ti, a mí —su luz se enciende de regocijo—. Es el tiempo.

Parque nacional de Sequoyas, California

Anclado en su propia tierra nada podrá alejarle de sí mismo; ninguna fuerza podrá hacerle tambalear. 

El lenguaje de los árboles:
No hablan de altura, hablan de y a través de sus raíces. Hablan de ancestralidad y del futuro, de común-unidad, de inter-conexión. Basta con respirar el oxígeno que nos brindan, o sentarse junto a su tronco para dejarse acompasar por el suave ritmo de su canción. Qué majestuosidad la de los árboles, guardianes de la sabiduría, maestros de la paciencia. 

Cualidad arbórea de mi cuerpo, ¿no es éste un árbol en movimiento?

Estoy en un gran valle rodeada de una frondosa vegetación de la que sobresalen altos pinos y árboles de distintas especies. Un límpido cielo azul contrasta con los distintos tonos de verde. Al fondo, la silueta de la imponente Sainte-Victoire guía mis pasos como una promesa.


De pronto, me siento conducida hacia un claro, a la derecha del camino. En el centro, un hermoso pino, diferente a todos los que he conocido hasta ahora —más chato y con una elegante copa abovedada de un verde dorado—, parece decirme: ven, ven junto a mí. Así pues, me aproximo y me dejo recostar sobre su tronco bajo su refrescante sombra. Y qué sombra. Tiene forma de pirámide y, con cierto estupor, observo que apunta hacia la montaña… Al igual que mis pies desnudo.


Hay en este lugar un silencio sagrado. Un pájaro canta muy cerca. Yo también comienzo a entonar un canto. Brota desde un lugar muy lejano, como si alguna vez hubiera sido muy querido para mí y sin embargo pareciera totalmente nuevo. Mis manos lo acompañan con movimientos y gestos. El canto parece enraizarme hacia el corazón de la Tierra y de allí, me expande hacia las estrellas, tal y como hacen los árboles. Mientras canta, una fuerte sensación de hogar me embriaga y de mi corazón copiosas lágrimas se derraman; lágrimas de felicidad y profunda reverencia.


Voces susurrantes comienzan a emerger de entre los troncos de los árboles. Sus copas se mecen con suavidad al mismo ritmo. Asienten. Las voces se enredan en las ramas, entre los delicados encajes de luz que forman las hojas de los pinos. Siento esas presencias como una caricia que me rodea. Deben de venir de una civilización muy avanzada y muy antigua, una que todavía no sé nombrar. Son como la brisa en un día caluroso de verano; sus cuerpos ligeros, envueltos en finas túnicas y un porte de alta nobleza, soberanía y profunda humildad, danzan con la naturaleza. 



Celebran mi presencia, este encuentro tan anhelado en lo más hondo de mi corazón. Ahí escucho sus voces, sus emanaciones de amor y reconocimiento. Tú perteneces, dicen. Aquí tienes tu hogar, ese que siempre has buscado. Recuerda que tú eres el cosmos. Siempre ha sido así y siempre lo será.


Detalle de La Primavera, A. Boticcelli.
Detalles de La Primavera, Botticelli.

El velo cada vez es más fino.

Ellos nos están llamando —desde lo lejos, desde las raíces, desde las estrellas. Yo sigo el camino de los árboles. Me hago raíz. Me enraízo en ésta mi querida Tierra con el deseo de volver a caminar junto a ella con soberanía y gozo, como una vez hicimos. Y lo volveremos a hacer. La canción ya está sonando.


Encontrar al contemplador, Tomás Sánchez, 2005.

domingo, 14 de abril de 2024

La caída de los muros

Todo comenzó con una grieta, un grito en la noche del olvido. Sólo la inocencia, el arrojo y un deseo sin nombre ni dueño podría llevar a cabo tal hazaña.

Éramos muchos —deseosos, expectantes, como llamas incendiando la espera. En el silencio de la no-existencia se escuchó la señal convenida y con ella dejamos de ser sueño para devenir cuerpos que penetraron aquella grieta que nos había convocado.

El primer sonido fue el llanto, aquí y allá recorriendo la geografía de esta Tierra tan dormida aún. Después, como la onda que toma cuerpo al unirse a otras y se ensancha con creciente ímpetu, llegó el primer impacto. La grieta se resintió, quizá triste, quizá alegre por saber que había llegado aquel trascendental momento. Y aquella masa petrificada por la insistencia de la razón comenzó a desmoronarse.

Nací entre escombros. Fue así como cayó el primer muro de mi existencia, el primero de tantos. Todavía hoy siento aquel resquebrajamiento que me atraviesa, como un sino del que no puedo escapar. El misterio mismo envuelve mis preguntas y me interpela en su habitual forma oracular: ¿puedes aceptar que tú eres la pregunta?

En el corazón mismo de aquella grieta corre un agua cristalina. Al tiempo del desmoronamiento este flujo crece, como una paradoja inexpresable, eternamente viva. Es. Siempre ha sido. Es ella la que me ha llevado mas allá de los límites de la imaginación, guía de mis pasos. La voz que nace del corazón de la noche y arrasa con todo muro. Insurrecta, soberana. Es pregunta, es anhelo que trasciende toda historia particular. Una música suave, repetitiva que me pide atención, escucha. Y cuando pasa por aquel lugar entonces es capaz de transformar el dolor en dulzura (1), suavizando todo atisbo de dureza.

Sapho de Lesbos, Charles Menguin, 1877.

Es éste el canto que traigo. Es éste el canto que soy.

El instrumento se va afinando. Ahora entiendo por qué ha sido necesario tanto deshacerse. Eran las capas inservibles, las voces extrañas, las notas falsas, muros que había que horadar para que el canto emergiera silbando entre los recovecos de este cuerpo-instrumento para emitir, a su paso, un particular acento (2) que nada tiene que ver con el espacio geográfico donde se ubican sus cuerpos sino con esa voz que hay que rescatar de nuestra más profunda noche para devolvernos a la vida.


Epílogo

Tras escribir esta entrada me fijé en la semejanza de la palabra llanto y canto, respectivamente el primer sonido y el que finalmente emerge gracias a aquel. Nunca deja de sorprenderme la magia de las palabras, como si fueran ellas las que decidieran colocarse aquí y allí produciendo resonancias que ni siquiera su autor se imagina.

Notas

(1) En francés, estas dos palabras se diferencian tan sólo en una letra, como una puerta abatible por la que, a través del lenguaje, uno pudiera pasar de uno a otro estado: douleur, douceur.

(2) Acento que, en su raíz griega, no es más que el habla llevada al canto.

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